el Diezmo y la Limosna en la Iglesia Católica
El diezmo (la décima parte) es propio del Antiguo Testamento. Estaba reservado antes que nada para los miembros de la tribu de Leví (sacerdotes y levitas), que, por dedicarse al culto, habían quedado sin parcela al repartirse la tierra de Canaán (Números 18,21-33; 2 Crónicas 31, 5-19). Después, estaba destinado también para ayudar a los más necesitados, especialmente las viudas y los huérfanos (Deuteronomio 26, 12-14). En el Nuevo Testamento no se habla del diezmo como medio para sostener económicamente a la Iglesia. Sin embargo, se hace hincapié en el espíritu de solidaridad. Algunos hasta llegan a vender sus bienes y propiedades para socorrer a las necesidades de los hermanos (Hechos 2,44-45).
Cuando en la Iglesia Católica se usa la palabra “diezmo”, no se le da el sentido bíblico originario (la décima parte), sino que se entiende como una aportación de los feligreses para hacer frente a las necesidades económicas de toda la comunidad eclesial. “El quinto mandamiento de la Iglesia Católica señala la obligación de ayudar, cada uno según su capacidad, a socorrer las necesidades materiales de la Iglesia” (Código de Derecho canónico, canon 222).
En la práctica, esta aportación de los feligreses católicos para hacer frente a las necesidades materiales de la Iglesia es insuficiente y en muchos casos puramente simbólica. Por lo general, las fuentes principales de la economía eclesiástica son dos: la limosna que los feligreses dan espontáneamente durante los actos litúrgicos y la que está ligada a la recepción de ciertos sacramentos.
El dar limosna (que no es el diezmo, o sea, la décima parte) nos rescata de la esclavitud del pecado y nos trae abundantes bendiciones. Mejor aún, la limosna nos acerca más al cielo. La limosna se antepone a todas las demás buenas acciones, porque una persona caritativa ya posee las demás virtudes. Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, practicó la caridad siempre. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el dolor, fue por caridad, a fin de salvarnos del abismo de males eternos del pecado.
Después de esto ¿No podremos decir que nuestra salvación depende de la limosna? En efecto, Jesucristo, al anunciar el juicio a que nos habrá de someter, habla únicamente de la limosna, y de que dirá a los buenos: “Tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estuve desnudo, y me vistieron; estuve enfermo y encarcelado, y me visitaron”. En cambio, dirá a los pecadores: “Apártense de mí, malditos: pues tuve hambre, y no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; estaba desnudo, y no me vistieron; estaba enfermo y encarcelado, y no me visitaron”. (Mateo 25, 31-46)
No cabe duda de que el dar limosna nos va a ayudar a ir al cielo y nos va a bendecir abundantemente. La limosna es dar de nuestro tiempo a servir a los más necesitados y, como nuestra Iglesia se dedica siempre a esto, pues por eso es bueno contribuir con esta buena causa. Tristemente, siempre que damos limosna, no lo vemos como una bendición, sino como una imposición o un dar de lo que me sobra. Animémonos a donar de corazón y a hacerlo para la salvación de nuestras almas. Mediante la oración, podemos considerar cooperar más con el servicio de la Iglesia y con las necesidades materiales de la Iglesia. ¡Demos limosna de corazón hermanos y hermanas! ¡Dios los bendiga!